domingo, 29 de noviembre de 2009

CAN COSMONAUTA


A falta de tiempo, que no de temas sobre los que tratar en este blog, un servidor ha optado por divulgar un pequeño relato breve, medianamente relacionado con la ciencia ficción, o mejor dicho, con la exploración espacial. Quede aquí para deleite de quien decida leerlo. Como dijo Cervantes: Dios te guarde, querido lector, y a mi no olvide.

CAN COSMONAUTA

We did not learn enough from the mission to justify the death of the dog

Oleg Gazenko

El fragmento de comida flotaba en el aire, igual que los pájaros que tiempo atrás había intentado cazar en los parques. Pero nunca había visto, ni imaginado, que el alimento volase. Lo miraba con desconfianza. No se atrevía a comerlo. Estaba nerviosa. Todo era tan extraño en ese lugar… Y cada vez hacía más y más calor.

Desde que los amos la encerraran en aquel diminuto habitáculo de metal y la ataran con un arnés a una cesta mullida, todo había transcurrido de manera insólita. Estaba muy nerviosa. Notó al corazón palpitar con tanta fuerza que creyó que escapa­ría del pecho. No residía el problema en el pequeño espacio, dado que muchas veces los amos la habían encerrado durante días, a ella y a otros dos perros, en jaulas donde la movilidad resultaba escasa o nula. Por tanto, estaba acostumbrada a mantenerse quieta durante largos periodos de tiempo.

Otras veces los amos la habían introducido en una cápsula y una extraña fuerza la había golpeado hacia atrás, pero nada comparado a la enorme presión que le oprimió todo el cuerpo, durante largos y agónicos minutos, contra el acolchado de la cesta. Era como si cientos de agujas invisibles punzaran su cabeza. Creyó que iba a estallar. Su respiración aumentó enormemente. Ni siquiera consiguió aullar el dolor que la afligía. Pero ese calvario acabó, y su sustituto no fue más magnánimo: una sensación de ingravidez, como si pe­sase mucho menos, como si tuviera el cuerpo más ligero de lo habitual.

Intentó huir a sus recuerdos, a viejos tiempos en que correteaba por la calles de la gran ciudad, en libertad, mendigando comida con cara de pena a los transeúntes, o buscándo­la en vertederos y basureros; peleándose con otros perros que también querían comer; compartiendo, en época de celo, su intimidad con aquel macho que hubiera derrotado al resto de pretendientes. Aquellos fueron momentos felices, aunque pasase gran parte del tiempo sola. Pero jamás sufrió tanta soledad como ahora, atada a un arnés que sólo le permitía sentarse, ponerse de pie o acostarse, en la pequeña cesta, cohabitando con la ingravidez.

En el cubículo, fuera de su alcance, había numerosos cables y luces que parpa­deaban con diversos colores. Seguía los saltos de luz con la mirada, pero tantos estímulos la saturaban. En una esquina un cable suelto se balanceaba libremente hacia arriba. Ella lo contempló con curiosidad, sin entender que no le pesase la fuerza del suelo.

La tristeza le marchitó el rostro. No comprendía cómo ellos, dioses capaces de trans­formar objetos a su alrededor, la habían abandonado allí. Sentía devoción por sus bípe­dos amos, y ellos le pagaban su fidelidad con trato cruel, y a su pesar era incapaz de enfadarse con ellos. Recordó cómo, poco tiempo atrás –menos de lo que tarda el sol en salir y es­conderse-, la cogieron, la envolvieron en un extraño traje, le limpiaron el bello con un líquido que le dejó un tono blancuzco, y finalmente le aplicaron un ungüento en deter­minadas zonas de su cuerpo.

Después, atada con correa, la condujeron por las instalaciones, hacia el exterior. En esos momentos meneaba el rabo con frenesí, impulso inconsciente de felicidad, pensando que darían un paseo por el campo y que correría a sus anchas sobre la húmeda hierba o el áspero asfalto.

No fue así. La acercaban hacia una gran construcción. Tenía la forma de un palo derecho, alzado hacia el cielo, pero de colosal altura, como la medida de diecisiete amos juntos aproximadamente. Era demasiado grande. Se acobardó un instante, pero tiraron de la correa. No quería acercarse, pero el fervor que sentía por el amo le hizo caminar a su vera, con el rabo entre las piernas.

Probablemente fuese construcción de los amos. Ellos eran listos. Construían cosas con las manos, con esos dedos prensiles y ágiles. Ella no tenía dedos tan articulados, no po­día construir, pero podía correr. Correr… ¡Qué deseos de libertad, movimiento ágil que sesga el viento, sobre la hierba verde de un prado en primavera! Ahora, atada al arnés, casi no podía ni moverse. Estaba muy nerviosa y hacía cada vez más calor. Intentó concienciarse de que los amos la habrían encerrado allí por alguna razón.

Recordó que, una vez llegados a los pies de la gigantesca construcción, la guiaron hasta el habitáculo a través de una de esas cajas de metal que se elevaban del suelo. Ya lo había visto innu­merable cantidad de veces: se cerraban las puertas y al abrirse aparecía en otro sitio. Nunca pretendió comprender su mecanismo, simplemente desenvolverse en él. Esa caja metálica le llevó a una pasarela. Se podía ver a través de las rejillas la lejanía del suelo. Mirar hacia abajo le mareaba y levantó la vista al frente. Había una puertecita redonda, pequeña incluso para sus erguidos amos. Dentro se observaba el pequeño cubículo con la cesta acolchada.

Aquello no le olía bien. Agudizó los sentidos. Se le erizaron los pelos de la espalda. Alzo la cola en señal de peligro. Los amos tiraban de la correa, la acercaban hacia el agujero. Ella intentó resistirse, pero tanto se empeñaban los humanos y tanta era su confianza en ellos que finalmente se dejó arrastrar.

La introdujeron en la cápsula, la acomodaron en la cesta, le pusieron unos aparatos en la piel, allí donde antes le había aplicado un ungüento. La molestaban, pero no podía al­canzar a quitárselos con la boca. Le ataron el arnés y a partir de ahí todo fue a peor: la gran presión, el dolor, el corazón palpitando, el calor que no cesaba de aumentar, la extraña comida que olía a comida, pero no parecía comida, y que, además, volaba…

Alguno de los mecanismos allí reinantes se activó y depositó un cubo de gelatina a sus pies. Enseguida empezó a levitar por el plato. Más por hambre que por indecisión, se animó a morderlo. Estaba bueno y quedó satisfecha. Aún así, seguía nerviosa. Su cora­zón bombeaba sangre a gran velocidad. Su respiración permanecía acelerada. Todo re­sultaba excesivamente extraño. Nada que ver con la pequeñísima jaula donde muchas veces la habían dejado.

Quería volver; quería que los amos la sacaran de aque­lla cápsula. Allí hacía mucho, mucho calor. Su hocico estaba seco. Sacó la lengua, ja­deante, con esperanza de refrigerar su deshidratado cuerpo. Deseó corretear de nuevo, libremente, por el asfalto de la gran ciudad. Pero ya con gran dificultad podía levantar el hocico. Se le iba la cabeza. Hacía tanto, tantísimo calor…

[fin]