sábado, 7 de marzo de 2015

LO QUE LA GENTE ENTIENDE POR CIENCIA FICCIÓN


VV. AA. (2001),
La rebelión de los delfines: la novela del 2000.
Madrid: Espasa-Calpe.

En una ocasión me comentaba un profesor universitario que ya no había tanta aversión a la ciencia ficción en España, que esta ya no tenía que replegarse en un gueto puesto que era más común de lo que se pensaba en el ámbito editorial encontrar novelas de este género. Como ejemplo me cito la obra que aquí nos ocupa, La rebelión de los delfines. Por curiosidad, me acerqué al libro, pero debo decir que lo que sigue habiendo es, por desgracia, un gran desconocimiento de lo que la ciencia ficción es realmente.

La rebelión de los delfines, subtitulada La novela del 2000, según explica en el prólogo Santos Sanz Villanueva, es un proyecto creativo que se lanzó desde las páginas del periódico El mundo. La obra se confirió como una opera aperta que se construiría sobre la marcha, con la aportación de cada escritor. La participación era abierta a todos los lectores y cada semana se publicaba un capítulo nuevo. Simplemente los capítulos primero y los quíntuples estarían firmados por escritores consagrados, pero el resto se trataría de aficionados que quisieran participar en este proyecto editorial. Esos escritores más reconocidos fueron, por orden de aparición, Francisco Umbral, Espido Freire, Carmen Rigalt, José María Merino, Eduardo Mendicutti y, para cerrar la obra, Javier Tomeo.

Este concepto en la construcción de la novela buscaba desarrollar un proyecto editorial propio de la era digital. Cada nuevo participante tenía acceso a los textos anteriores y le daba una nueva dirección al relato. Sólo se conocía cómo empezaría la obra, pero no se supo cómo terminaría hasta que los últimos participantes fueron cerrando las diversas intrigas abiertas en la obra. Cada uno debía aceptar las bases propuestas en el concurso, especialmente la extensión, limitada a breves capítulos de entre 900 y 1.100 palabras. Aun así, sinceramente, no me parece un proyecto muy innovador, ni siquiera para el primer año del milenio actual. La presencia de Internet es innecesaria en este modelo creativo, que bien podría haberse desarrollado de forma previa a la implantación masiva de la red de redes. Las posibilidades creativas que oferta Internet bien ha sido probadas y desarrolladas con posterioridad por otros escritores.

Pero vayamos al punto que realmente me interesa destacar: si esta novela podría asociarse a la ciencia ficción o no. Francisco Umbral abre La rebelión de los delfines con un disparatado capítulo construido como una parodia generalizada sobre el pilar del absurdo, que deja numerosas puertas abiertas (la narración es muy veloz y condensa enormes datos que aportan inconmensurables sugerencias) y que ya sitúa la obra en una obvia vertiente humorística. Entre esos elementos de parodia, la novela se mueve hacia la ruptura mimética, es decir, hacia la inclusión de elementos que difieran con la realidad que conocemos, con la realidad empírica: un delfín poeta acusado del asesinato de una mujer que era su amante, ovejas clónicas que son arrojadas desde el campanario de la iglesia de Manganeses de la Polvorosa (Zamora), nombres absurdos (Walter, Leopardi -como el poeta italiano se llama el cetáceo-, Afrodisio, Deborina) y la aún más incongruente presencia de Javier Solana.

Ante esa base disparatada, todos los demás participantes intentar arrojar luz racional a la historia. El elemento del absurdo se va reduciendo gracias a explicaciones fantasiosas que en ciertos momentos acercan la obra a la ciencia ficción: la idea de una conspiración mundial causada por la clonación. También la vía humorística va perdien­do cada vez más fuerza: los diversos participantes se centran más en desarrollar la historia que en provocar situaciones cómicas o en incluir el humor mediante el lenguaje. En ese sentido, se aprecia que en los primeros capítulos alguno de los escritores aficionados desea mantener la vertiente humorística a base de chascarrillos, pero eludiendo el poder inicial del absurdo propuesto por Umbral. Respecto a la trama, la historia deriva más hacia el molde de una novela de espías, aunque su construcción sin rumbo definido hace que ninguno de los autores vaya cerrando de forma concreta esa especie de paranoia conspiratoria.

Y así llegamos al final: un giro metaficcional, donde los propios personajes par­ti­ci­pan de la misma historia narrada hasta el momento, como los artífices creativos de esa para­noia fantasiosa. La historia debía cerrarse y encuadrarse en los cánones de la razón. Los desvaríos de la imaginación debían calmarse con una explicación lógica y la salida que finalmente quedó patente (ya aludida por el participante previo a Tomeo, responsable del anteúltimo capítulo). Todo es fruto de la demencia, provocada por el proyecto editorial de un periódico que buscaba escribir una novela sobre la marcha.

No niego que el giro pueda ser ingenioso, ni que no se cierre adecuadamente la obra, sino que de esta forma se evidencia mi planteamiento inicial. Los elementos de ciencia ficción presentes en La rebelión de los delfines son solo aparentes. No da la impresión de que realmente ninguno de los participantes en este proyecto tenga conocimiento del género o de sus posibilidades. Los elementos fictocientíficos son alusiones disparatadas que parten del humor inicial de Umbral, o inciden hacia la estructura de novela de espionaje. En ningún momento esos elementos central la trama del libro, ni sirven para el cierre de la trama. No hay especulación, no hay reflexión sobre el presente, no aparece ninguno de las características connaturales al género fictocientífico.


Por esas razones, considerar que hay ciencia ficción en La rebelión de los delfines supone una falacia. Ya lo he dicho y lo repito: no hay especulación en la obra, ni pretensión paródica relativa al género, sino racionalización de un absurdo inicial. No hay libertad de la imaginación, sino una vena racional que la constriña. No se explotan las posibilidades creativas de la fantasía, sino que se busca dirigir el relato hacia lo comúnmente aceptable, hacia el pensamiento general: la necesidad de realismo y de mímesis, de inclusión de lo disparatado en lo conocido.