lunes, 30 de diciembre de 2013

Black Mirror: prospectiva a la palestra


Cuando hablamos de ciencia ficción audiovisual, resulta anómalo poder centrarse más en la vertiente reflexiva que en el mero espectáculo. Cuando se hablaba de diferenciar entre sf y sci-fi, precisamente se partía de una intención que delimitase la práctica literaria del género de la realizada en los medios audiovisuales. A diferencia de la palabra escrita, que mueve a la reflexión, la imagen, que busca un impacto y un público mayor y más heterogéneo, tiene más facilidad para alcanzar el sentido de la maravilla intrínseco al género. Los efectos especiales construyen el espectáculo, por encima de la trama. De este modo, aunque de mayor éxito y uno de los detonantes de todo el desarrollo comercial que ha vivido el género desde los años setenta, la ciencia ficción audiovisual suele considerarse como más pobre, de peor calidad, o más basada en clichés y tópicos.

Claramente, esa postura es una generalización. Existen excepciones a dicha regla, es decir, películas que más allá de lanzarse a la aventura, procuran sostener el guión sobre un nóvum o inno­vación, como lo llamó Darko Suvin, de tremenda fuerza especulativa. Ahora mismo el mejor ejem­plo que se me viene a la cabeza es Gattacca (1997), de Andrew Niccol, cuyo guión se centra en la eugenesia, lo que conlleva una diferenciación de humanos en jerarquías según la pureza de los ge­nes. Se trata de uno de los pocos ejemplos cinematográficos en que un argumento se sostiene sobre la intriga que provoca el condicional contrafáctico que sostiene ese mundo futuro, y que prescinde casi absolutamente de la acción. Sí, es verdad, el cine de los años cincuenta, como Ultimátum a a Tierra (The Day the Earth Stood Still, 1951), de Robert Wise o Planeta prohibido (Forbidden Pla­net, 1956), de Fred Mcleod Wilcox, que se encuadraba en la serie B, dado el bajo presupuesto, potenciaba los argumentos. Sin embargo, desde que se desarrollaron los efectos especiales y las grandes productoras visualizaron el negocio con la ciencia ficción, la balanza se inclinó progresi­vamente hacia la espectacularidad.

Por esa razón, encontrar la excepción es hallar un tesoro. Esa es la sensación que he experi­mentado recientemente al topar con la serie inglesa Black Mirror. Creada por Charlie Brooker (Ber­kshire, 1971), distribuida por Endemol y emitida en el Canal 4 británico (En España ha sido emitido por el canal de pago TNT y por Cuatro en abierto), hasta la fecha posee dos temporadas de tres capítulos cada una. Lo interesante es que cada episodio, de unos cincuenta minutos de duración aproximada, es totalmente independiente, por lo que no importa en absoluto el orden de visionado. Lo que confiere unidad a la serie es su creador y la preocupación central sobre la que giran todos los capítulos, pero no otros elementos tradicionales, como una trama continuada, o la presencia de los mismos personajes.

Su creador, humorista y guionista de televisión, es conocido por otros productos televisivos como las Wipe Series o Dead Set, un thriller de horror zombie. Su estilo ha sido calificado de pesimista satírico, por su aspereza, salvajismo e intención profana. En una entrevista en The Guadian, Brooker justificó el título de la serie: “Si la tecnología es una droga -y se siente como una droga- entonces, ¿cuales son los efectos secundarios?. Esta área -entre el placer y el malestar- es donde Black Mirror, mi nueva serie, está establecida. El 'espejo negro' (black mirror) del título es lo que usted encontrará en cada muro, en cada escritorio, en la palma de cada mano: la pantalla fría y brillante de un televisor, un monitor, un teléfono inteligente”. Por ese motivo, Black Mirror es un estudio del efecto de la tecnología en la vida diaria. Nuestras costumbres, nuestra forma de entender la realidad y de interaccionar con ella cambia acorde al desarrollo tecnológico.

La serie, de este modo, adopta rasgos de En los límites de la realidad (The Twilight Zone, 1959-1964) y Relatos de lo inesperado (Tales of the Unexpected, 1979-1988), pero mas centrado en preocupaciones de gran actualidad, lo que explica que en muchas de sus historias el extrañamiento temporal, es decir, los elementos futuristas, sean mínimos, como sucede en el primer episodio, “El himno nacional” (“The National Anthem”). De este modo, el impacto sobre el gran público es mayor. La historia parece estar sucediendo en nuestros días, por lo que nada nos hace pensar que por muy ficticia que sea la historia, no pueda estar ocurriendo realmente ahora, a nuestro lado, o que pueda ocurrir en cualquier momento. Incluso en capítulos más futuristas, como el segundo de la primera temporada, “15 millones de méritos” (“15 Million Merits”), mantiene un cuidado excesivo por la verosimilitud de la fantasía narrada, en especial con un cuidado en que la tecnología incluida sea casi plausible en nuestros días.

Lo importante en esta serie es que se acoge perfectamente al calificativo de prospectivo. Cada capítulo mueve al espectador a la reflexión. Hay una sensación inquietante, de angustia, que trans­mite la historia en cada capítulo. Hay algo perturbador, potenciado con el resto de elementos audio­visuales, y una resolución no satisfactoria de cada historia. Los finales son finales, no finales feli­ces, y eso aún satisface menos. Por ello la serie esconde un fuerte denominador crítico. Black Mir­ror pone nuestra realidad en tela de juicio, y por eso es ciencia ficción de la buena.

Aquí la fuerza reside en los argumentos, pues los efectos especiales son mínimos. Pero las historias dejan estupefacto, las historias llevan al espectador a cuestionarse su mundo, a cuestio­narse al tecnología, sus aplicaciones en nuestra vida diaria, la realidad cambiante a causa del desa­rrollo tecnológico, la transformación de nuestra cosmogonía, etc. Black Mirror no es un medica­mento que sane, es un diagnostico de una enfermedad social, y como, tal, el resultado no es agra­dable. Esa es su cualidad prospectiva, despertar conciencias en las masas, revelar el trasfondo de nuestra sociedad enferma.