domingo, 24 de noviembre de 2013

Verne: Del positivismo a la pesadumbre


Verne, Jules (1910),
El eterno Adán (L'éternel Adam)
Traducción de Josep Rafael Macau
Icaria, Barcelona, 1978.


La imagen que la mayoría de la gente tiene de Verne es la de defensor del positivismo y una filantropía volcadas en sus obras con seres humanos capaces de vencer la adversidad. Pero Verne tuvo una vida extensa, y en ella su postura fue cambiando. Aunque sus obras más famosas, como Viaje al centro de la tierra (Voyage au centre de la Terre, 1864), o La vuelta al mundo en ochenta días (Le Tour du Monde en quatre-vingts jours, 1873), se desarrollan en esa época positivista del autor francés, la obra que aquí se reseña, El eterno Adán, es una novelita corta de su etapa final, publicada post-mortem.

Este periodo último del escritor francés se caracteriza por la duda, la falta de fe en el progreso y en las capacidades humanas. El pensamiento de Verne se va inundando del pesimismo que obra fuerza según finaliza el siglo XIX y se inicia el XX. En su vejez, Julio Verne abandona el entusias­mo por la tecnología y torna a una visión sustentada en la desconfianza, fruto de la cual precisa­mente es El eterno Adán.

A modo de resumen, en El eterno Adán se relata cómo un historiador-arqueólogo, Sofr, de un mundo que contiene un único continente, al estudiar el pasado de su pueblo, que se ha impuesto en el dominio de la tierra tras interminables guerras con los pueblos vecinos, descubre que en la anti­güedad hubo seres también desarrollados. Intentando cuadrar en una teoría evolucionista una retro­evolución previa a la evolución de su raza, encuentra un documento muy antiguo que esconde la clave.

Las reflexiones del historiador sirven de marco para el verdadero relato, el de un terrateniente de origen francés, que narra el cataclismo que asoló la Tierra, cambiando radicalmente su configu­ración al sumergir toda la superficie terrestre bajo el mar y emergiendo un nuevo continente. Los supervivientes de la hecatombe llegan a esta isla para recomenzar la humanidad, para domesticarla. Pero es la isla quien les subyuga a ellos. Finalmente es la naturaleza la vencedora en esta pugna, la que relega a la barbarie a sus nuevos habitantes.

El mensaje es precisamente el contrario al de La isla misteriosa (L’île mysterieuse, 1874), donde los personajes sí consiguen domesticar la isla mediante la ciencia. En El eterno Adán los supervivientes caen en la más absoluta barbarie y se pierden todos los conocimientos. Ni siquiera el protagonista se molestar en intentar impedirlo, lo asume como algo inevitable. La interpretación, por tanto, refleja el pesimismo comentado. No hay posibilidad de redención para el hombre, que se convierte en esclavo de las circunstancias que no alcanza a domeñar mediante su más poderosa arma: el conocimiento.

Por ello, el historiador Sorf, tras la lectura del manuscrito encontrado, se queda reflexionando, y la voz del narrador, o del mismo autor, se mezclan en dichas reflexiones: “¿Qué había bastado para que desaparecieran para siempre la ciencia y hasta el recuerdo de esas naciones tan poderosas? Menos que nada: que un imperceptible estremecimiento recorriera la corteza del globo” (75). Se observa en esta reflexión la vulnerabilidad, la fragilidad de nuestro mundo. El ser humano ya no está a salvo, su ciencia no puede salvarle del peligro que espera a la vuelta de la esquina. En cual­quier momento todo los que creemos como seguro se puede perder por un giro del destino y el hom­bre tendrá que recomenzar la civilización desde la barbarie.

A través de esta idea vuelve Sorf reflexionar que “quizá no habían hecho más que rehacer, también ellos, el camino recorrido por otras humanidades que habían existido en la tierra antes que la suya” (77). En ese sentido, Sorf lo une, por una referencia con el mito de la Atlántida, nombrado en el pergamino, como una configuración cíclica de la humanidad. ¿Podría, de este modo, estable­cerse una conexión entre la idea del eterno retorno de Nietzsche y la mentalidad final del escritor francés? Al menos desde mi punto de vista esa es la sensación que flota al final de El eterno adán, pues la obra culmina con la “intima y dolorosa convicción del eterno recomienzo de las cosas” (78).