Cuando
hablamos de ciencia ficción audiovisual, resulta anómalo poder
centrarse más en la vertiente reflexiva que en el mero espectáculo.
Cuando se hablaba de diferenciar entre sf y
sci-fi, precisamente se partía de una intención
que delimitase la práctica literaria del género de la realizada en
los medios audiovisuales. A diferencia de la palabra escrita, que
mueve a la reflexión, la imagen, que busca un impacto y un público
mayor y más heterogéneo, tiene más facilidad para alcanzar el
sentido de la maravilla intrínseco al género. Los efectos
especiales construyen el espectáculo, por encima de la trama. De
este modo, aunque de mayor éxito y uno de los detonantes de todo el
desarrollo comercial que ha vivido el género desde los años
setenta, la ciencia ficción audiovisual suele considerarse como más
pobre, de peor calidad, o más basada en clichés y tópicos.
Claramente,
esa postura es una generalización. Existen excepciones a dicha
regla, es decir, películas que más allá de lanzarse a la aventura,
procuran sostener el guión sobre un nóvum
o innovación, como lo llamó Darko Suvin, de tremenda fuerza
especulativa. Ahora mismo el mejor ejemplo que se me viene a la
cabeza es Gattacca
(1997), de Andrew Niccol, cuyo guión se centra en la eugenesia, lo
que conlleva una diferenciación de humanos en jerarquías según la
pureza de los genes. Se trata de uno de los pocos ejemplos
cinematográficos en que un argumento se sostiene sobre la intriga
que provoca el condicional contrafáctico que sostiene ese mundo
futuro, y que prescinde casi absolutamente de la acción. Sí, es
verdad, el cine de los años cincuenta, como Ultimátum
a a Tierra (The
Day the Earth Stood Still,
1951), de Robert Wise o Planeta
prohibido (Forbidden
Planet, 1956), de
Fred Mcleod Wilcox, que se encuadraba en la serie B, dado el bajo
presupuesto, potenciaba los argumentos. Sin embargo, desde que se
desarrollaron los efectos especiales y las grandes productoras
visualizaron el negocio con la ciencia ficción, la balanza se
inclinó progresivamente hacia la espectacularidad.
Por
esa razón, encontrar la excepción es hallar un tesoro. Esa es la
sensación que he experimentado recientemente al topar con la
serie inglesa Black
Mirror. Creada por
Charlie Brooker (Berkshire, 1971), distribuida por Endemol y
emitida en el Canal 4 británico (En España ha sido emitido por el
canal de pago TNT y por Cuatro en abierto), hasta la fecha posee dos
temporadas de tres capítulos cada una. Lo interesante es que cada
episodio, de unos cincuenta minutos de duración aproximada, es
totalmente independiente, por lo que no importa en absoluto el orden
de visionado. Lo que confiere unidad a la serie es su creador y la
preocupación central sobre la que giran todos los capítulos, pero
no otros elementos tradicionales, como una trama continuada, o la
presencia de los mismos personajes.
Su
creador, humorista y guionista de televisión, es conocido por otros
productos televisivos como las Wipe
Series o Dead
Set,
un thriller
de horror zombie. Su estilo ha sido calificado de pesimista satírico,
por su aspereza, salvajismo e intención profana. En una entrevista
en The Guadian,
Brooker justificó el título de la serie: “Si la tecnología es
una droga -y se siente como una droga- entonces, ¿cuales son los
efectos secundarios?. Esta área -entre el placer y el malestar- es
donde Black
Mirror,
mi nueva serie, está establecida. El 'espejo negro' (black
mirror)
del título es lo que usted encontrará en cada muro, en cada
escritorio, en la palma de cada mano: la pantalla fría y brillante
de un televisor, un monitor, un teléfono inteligente”. Por ese
motivo, Black
Mirror
es un estudio del efecto de la tecnología en la vida diaria.
Nuestras costumbres, nuestra forma de entender la realidad y de
interaccionar con ella cambia acorde al desarrollo tecnológico.
La
serie, de este modo, adopta rasgos de En
los límites de la realidad
(The Twilight Zone, 1959-1964) y Relatos
de lo inesperado
(Tales of the Unexpected, 1979-1988), pero mas centrado en
preocupaciones de gran actualidad, lo que explica que en muchas de
sus historias el extrañamiento temporal, es decir, los elementos
futuristas, sean mínimos, como sucede en el primer episodio, “El
himno nacional” (“The
National Anthem”). De este modo, el impacto sobre el gran público
es mayor. La historia parece estar sucediendo en nuestros días, por
lo que nada nos hace pensar que por muy ficticia que sea la historia,
no pueda estar ocurriendo realmente ahora, a nuestro lado, o que
pueda ocurrir en cualquier momento. Incluso en capítulos más
futuristas, como el segundo de la primera temporada, “15 millones
de méritos” (“15 Million Merits”), mantiene un cuidado
excesivo por la verosimilitud de la fantasía narrada, en especial
con un cuidado en que la tecnología incluida sea casi plausible en
nuestros días.
Lo
importante en esta serie es que se acoge perfectamente al
calificativo de prospectivo. Cada capítulo mueve al espectador a la
reflexión. Hay una sensación inquietante, de angustia, que
transmite la historia en cada capítulo. Hay algo perturbador,
potenciado con el resto de elementos audiovisuales, y una
resolución no satisfactoria de cada historia. Los finales son
finales, no finales felices, y eso aún satisface menos. Por
ello la serie esconde un fuerte denominador crítico. Black
Mirror
pone nuestra realidad en tela de juicio, y por eso es ciencia ficción
de la buena.
Aquí
la fuerza reside en los argumentos, pues los efectos especiales son
mínimos. Pero las historias dejan estupefacto, las historias llevan
al espectador a cuestionarse su mundo, a cuestionarse al
tecnología, sus aplicaciones en nuestra vida diaria, la realidad
cambiante a causa del desarrollo tecnológico, la transformación
de nuestra cosmogonía, etc. Black
Mirror
no es un medicamento que sane, es un diagnostico de una
enfermedad social, y como, tal, el resultado no es agradable.
Esa es su cualidad prospectiva, despertar conciencias en las masas,
revelar el trasfondo de nuestra sociedad enferma.
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