lunes, 19 de enero de 2015

DE ROLLERBALL A ROLLERBALL

Está claro que últimamente Hollywood está alargando su segunda edad dora­da mediante el rescate de viejas ideas. Quizás esta tendencia venga favorecida por la pérdida de memoria histórica que asola a la sociedad actual. La cuestión es que cualquier producto con un mínimo de cinco años de antigüedad puede volverse a presentar como nuevo con un par de arreglos. De ahí la enorme proliferación de remakes que se realizan en la actualidad. ¿Para qué idear una idea nueva y origi­nal si debo partir del precepto de que todo está hecho y de que el público pide siempre lo mismo? De hecho, se dirán seguramente los productores, puedo rescatar un pro­ducto previo y realizarle unos remiendos de cara a los nuevos tiempos, lo que me propor­ciona menos problemas y los mismos beneficios económicos. Como no, la ciencia ficción no quedaba al margen de esta circunstancia.

En 1975 Norman Jewison dirigió Rollerball (en España se comercializó como Un futuro próximo), con James Caan como protagonista y con guión de William Harrison. Era una distopía pesimista ambientada en 2018 donde el mundo estaba gobernado por un estado corporativo global. Rollerball es precisamente el deporte que se juega en la película, un espectáculo violento (con patinadores y motocicletas) que, igual que el circo romano, servía para controlar a las masas. En ese sentido, la película mantenía un tono reflexivo y desesperanzado acorde al de muchas de las películas de ciencia ficción de esa década, hasta la irrupción de La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977), donde George Lucas imprimió un nuevo cariz al género en su vertiente audiovisual.

El film de Jewison muestra la lucha del veterano y famoso jugador Jonathan E. (James Caan) contra los directivos de la Energy Corporation, quienes han controlado toda su vida, separándole de la mujer de la que estaba enamorado, y ahora le obligan a retirarse del juego, porque su poder mediático se ha convertido en un impedimento contra sus intereses. Ante la obstinación de Jonathan por no retirarse, las autoridades se ven obligadas a endurecer el juego, pero el deportista no vacila en su determinación y termina por anotar y ganar en un partido final donde se supone que no debería haber ganadores. Por tanto, Jonathan se venga finalmente de unas autoridades que no conoce, pero que él bien sabía que movían los hilos de su vida y lo manejaban como a un títere. Sin duda, una interesante película con una carga reflexiva detrás, como bien caracteriza al género de la ciencia ficción:

“Cuando la ciencia ficción —1984, Farenheit 451, Un Mundo Feliz, Roller­ball...— mira al futuro y lo ve oprimido por una forma más velada o más descara­da de dictadura, a pesar de las efervescencias democráticas a lo largo de este siglo, no es por estrabismo imaginativo ni por catastrofismo, sino porque en el juego de fuerzas histórico que el presente aún está por resolver detecta los peligros que amenazan al individuo” (en el artículo ROLLERBALL: La Distópica Utopía de la Hipotecada Individualidad).

Entonces, como indicaba el principio, Hollywood decide rescatar la idea y realiza un remake en 2002. La nueva versión estaba dirigida por John McTiernan, conocido sobre todo por Depredador (Predator, 1987) y Jungla de Cristal (Die Hard, 1988), y protagonizada por Chris Klein, uno de los actores de la comedia adolescente Ameri­can Pie (1999), y por Jean Reno -que en Hollywood siempre actúa como extranjero-, famoso desde su papel en León, el profesional (Léon, 1994) o la comedia Los visitantes (Les visiteurs, 1993).

Como se ve, grandes nombres se barajaron para esta reelaboración, pero el resulta­do no está a la altura de las expectativas. Una comparativa con la versión de 1975 de­mos­trará un rasgo llamativo importante: ¿dónde ha quedado la ciencia ficción? Parece haberse perdido por el camino. McTiernan se queda con el espectáculo del deporte del Rollerball, al cual solo actualiza en el vestuario, y con el enfrentamiento entre el jugador Jonathan Cross (Chris Klein), que cuenta con el apoyo de la afición, y la dirección de­por­­tiva, representada aquí por el cacique Alexi Petrovich (Jean Reno). Sin embargo, elimina todo lo que oliera a distopía futurista para darle una plausible presentación contemporánea.

La crítica a una dictadura corporativista sutil y sin cabeza directora se transforma en un caciquismo actual ubicado en una de las antiguas repúblicas sovié­ticas. Esa actitud reflexiva que desprendía el filme de Jewison de 1975, sobre ese mundo futuro donde las necesidades del hombre han sido satisfechas al coste de su libertad, ya que se convierte en esclavo de las grandes compañías comerciales que controlan el mundo, pierde peso en la versión de McTiernan. En la moderna película, la figura de Petrovich es la que surte de todo lo necesario y mima a sus estrellas, pero convierte el país en una cárcel para los jugadores, que deben cumplir sus designios en pro de conseguir imponer a nivel mundial el recién inventado deporte de Rollerball.


También se elimina el concepto de la manipulación de la masa. El aparato publi­citario de Petrovich en la película de 2002 es sumamente pobre e ineficaz si se compara con el control de la población del Directorio (maneja los hilos como una sombra en la oscuridad) en la versión original de 1975. Cuando, en la película de Jewison, Jonathan E. decida consultar unos libros para conocer el pasado, descubrirá la imposibilidad de acceso a ellos, pues todo ha sido trascrito a un potente computador llamado Cero. Con ello, la desaparición de los libros constituye una metáfora del colapso del pensamiento libre, de la actitud crítica y de la opinión subjetiva. A ello añadamos la supresión del consumo de narcóticos (soñar con lo que no se tiene como medio de evasión de la realidad) que aparecía en la versión de 1975 y que en la de 2002 se transforma en simples fiestas orgiásticas y depravadas (por exceso de fama y dinero) de los jugadores.

Además, derivado de ese cambio, en la nueva versión encontramos un antagonista claro y definido, el magnate y dictador Petrovich, hombre sin escrúpulos ni moral que personifica los valores contrarios al héroe. Ese enfrentamiento difuso, en la película de 1975, de Jonathan E. contra el Directorio (cuyos miembros nunca vemos claramente) que le había hecho perder el amor de su vida, se transforma en la versión de 2002 en un combate sencillo de dos fuerzas opuestas: el clásico héroe (vestido ahora de adolescente rebelde, que vende mejor) y el antagonista. El resultado final en la película de Jewison no podía ser más obvio: un tiroteo donde el héroe, a modo de venganza por la muerte de su mejor amigo, asesina al pérfido magnate.

Perdemos, por tanto, la presentación futurista, el carácter distópico y la reflexión de la ciencia ficción a cambio de un poco más de espectacularidad y de verosimilitud. Ganamos en realismo, gracias a la ambientación presente y la ubicación de la trama en la vieja república soviética, pero nos despedimos de la ciencia ficción. Parece, por tanto, que McTiernan la exilia, o que considera que la naturaleza fictocientífica del filme original dañaría su éxito en taquilla. El resultado es mucho más mediocre que el del predecesor, y la obra de McTiernan ha pasado por la historia del cine sin mayor pena ni gloria. ¿Dónde hemos dejado la fuerza reflexiva del filme original? Ha sido trastocado por la acción trepidante, y así podemos volver plano nuestro encefalograma. Con ello, la manipulación que se vaticinaba en la versión de 1975 se va cumpliendo, porque la verdadera ciencia ficción se ha marchado.




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