Martin, George R. R. (1977),
Muerte de la luz (Dying of
the Light).
Traducción de Carlos Gardini.
Barcelona: Gigamesh, 2007.
Tanto renombre ha
conseguido Martin, especialmente por la saga de Canción de
hielo y fuego (A
Song of Ice and Fire),
que quise investigar dentro de su primera etapa narrativa: en la
década de los setenta. Aunque ya había despuntado previamente con
varios relatos a lo largo de la señalada década, algunos de los
cuales obtuvieron premios prestigiosos como el Hugo y el Nebula,
hasta el final de dicho decenio no se atrevió con las novelas. Entre
ellas, la más destacada es la que aquí nos ocupa, Muerte
de la luz (Dying of the Light), con
la que fue nominada a un Hugo. Por mi parte, previamente ya me había
acercado a su saga fantástica, llena de trama política, cuya
lectura disfruté. Sin embargo, he de confesar mi descontento con
esta obra.
En la presentación a la
edición de Gigamesh Julián Díez elogia la portentosa capacidad
imaginativa del escritor estadounidense, así como la formidable
consistencia del universo ficcional que contiene Muerte de la luz,
un universo tan rico que en primera instancia el lector debe realizar
un esfuerzo superior para adentrarse en este universo de los mundos
exteriores, con sus complejas culturas lenas de términos
intraducibles, y en el particular planeta errante de Worlorn.
Precisamente Worlorn es el mayor atractivo de la obra.
En su trayectoria
Worlorn cruza los sistemas de los mundos del confín. Estos, para
demostrar su poderío, deciden celebrar un Festival, una magna
exposición donde cada mundo construye su ciudad con lo más
representativo de su cultura y sociedad. Pero tras ese esplendor,
finalizado el Festival, el planeta progresivamente abandona el calor
de las estrellas de los mundos exteriores para volver a adentrarse en
el desangelado espacio. Su población temporal abandona al vagabundo
espacial, que vive el ocaso de su fama. Sólo quedan las ciudades,
dispares entre sí, majestuosas y solemnes muestras de cada una de
las catorce culturas del confín, entre las que destaca el canto
lúgubre de Kryne Lamiya, la Ciudad Sirena.
En medio de este
ambiente crepuscular y moribundo, se desarrolla una historia de amor
igual de abocada hacia el final, igual de romántica, la de Dirk
t'Larien y Gewn Delvano. Dirk acude a Worlorn para saldar una vieja
promesa que contrajo con el que había sido el amor de su vida. Sin
embargo, allí se encuentra a su antigua compañera presa en una
cultura, la kavalar, beligerante y machista, llena de enormes
parecidos con la sociedad espartana. Gwen está comprometida con el
kavalar de la tribu de Jadehierro Jaan Vikari, y su tyen (como
un compañero de lucha), Garse Janacek. De este modo, además de la
romántica y melancólica historia de amor triangular entre Jaan,
Dirk y Gwen, se desarrolla una trama de profundos conflictos
culturales entre los personajes principales, entre la sociedad
civilizada de Dirk, las costumbres kavalares, la enemistad entre las
tribus venidas de Alto Kavalan, y la insidia del kimdissi, Arkin
Ruark.
Y hasta aquí llegan los
atractivos de Muerte de la luz, porque tras esta presentación
sustentada en dos pilares muy prometedores -el mundo y el amor
agonizante, y el conflicto cultural-, la historia degenera hacia la
mera acción y aventura, perdiendo cada vez más fuelle, y dando
vueltas sobre las mismas situaciones, en las cuales constantemente se
expone a Dirk a la muerte, y nuevamente vuelve a librarse de su
funesto final por acción de algún otro personaje, casi como un Deus
ex machina. Por ese motivo, el lenguaje plano y lineal de Martin
abandona toda especulación propia de la ciencia ficción para
convertir su fantástico mundo en una sucesión de aventuras, propia
de una space opera al más claro estilo popular.
Se trata de una
sensación personal, lo confieso, pero una sensación que se
interrumpió bruscamente cuando se aceleran los acontecimientos
de la trama para lograr un final definitivo, en el que se revelan las
verdaderas intenciones de cada personaje: la traición del kimdissi,
el rechazo de Vikary a su cultura, la muerte de Garse y la expulsión
de Dirk del triángulo amoroso. Esta conclusión tan veloz de la
trama acentúa el extraño sabor que iba dejando la cada vez menos
atractiva historia. Por ello, a mi juicio, el punto que mayor mención
merece en este final es el epílogo donde Martin cierra la trama con
el desafío a muerte entre Dirk y un kavalar de la tribu de los
Braith. El frío de la mañana y el enfrentamiento que no concluye
dejan esa salida abierta que el lector debe concluir definitivamente.
Por es emotivo,
considero que Muerte de la luz es una novela juvenil, llena de
pasiones básicas y aventuras, personajes alienados y regidos por
códigos culturales cerrados, y mucha aventura. Se vislumbran las
grandes dotes de Martin, especialmente a la hora de idear ricos
mundos ficcionales, pero queda todavía un camino hasta la subversión
de géneros y la riqueza de personajes en Canción de hielo y fuego.
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